martes, 4 de marzo de 2008

PARA RENOVAR LA DEMOCRACIA

Existe una unidad inseparable entre el Estado de Derecho y la democracia. Nadie pone en duda de que la debilidad de la ley lleva irremediablemente a la pérdida de la credibilidad, al autoritarismo y a todo lo que se opone a la convivencia, misma que debe estar sustentada en reglas iguales entre los ciudadanos.

En sentido inverso, la fuerza de las normas jurídicas favorece los mecanismos de expresión y de participación para todos. Incluso genera una suerte de “efecto espejo”, influyendo en las reglas informales e interpersonales que todos nos damos para llevar tranquilamente nuestra vida cotidiana. Las normas comunes, entre los individuos, que posibilitan los acuerdos de convivencia familiar, el trato con los vecinos, la circulación peatonal o vehicular por las calles, la convivencia en el trabajo, entre otras, mejora si las relaciones sociales son armónicas y prevalece una cultura de respeto a la legalidad.

Existe una amplia coincidencia entre los estudiosos del derecho constitucional, de que uno de los más profundos rezagos de nuestras sociedades se encuentra en el cumplimiento de la ley. Por ejemplo, los de América latina, somos países que contamos con constituciones y leyes secundarias que expresan magistralmente reglas para la organización del Estado, derechos y deberes individuales y un catálogo de garantías sociales amplio e incluyente. El texto constitucional de México ha sido inspirador para que otros países redacten el suyo.

Sin embargo, la gran pregunta que todos nos hacemos cuando observamos la distancia entre la excelente redacción de las leyes, con la forma de vida de la mayor parte de la población, es acerca de qué falta para que el derecho descienda a la vida real y se traduzca en lo que prescribe, que es justicia e igualdad.

Desde ese punto de vista, la primera responsabilidad pública es lograr que se supere el amplio déficit en materia de aplicación del derecho, de todo el derecho, tanto el que sanciona los delitos, como el que afirma que nuestro fin último es darle a la población un modo de vida digno, con todo lo que ello pueda significar. Basta un botón de muestra. Si se lee con cuidado la redacción del artículo 3º constitucional, nos daremos cuenta de que concebimos que el derecho considera a la democracia como el mecanismo superior por excelencia, para alcanzar un conjunto de anhelos y símbolos heterogéneos, que sólo la democracia puede integrar en una sola perspectiva. Pero si la democracia no está logrando alcanzar lo que se plantea, entonces ¿qué clase de democracia vivimos?

A la democracia se le considera el medio para alcanzar la igualdad social, el crecimiento económico, el desarrollo, la convivencia social armónica, la integración del pluralismo, la defensa de la cultura, la supervivencia de la soberanía, la preservación de la Nación, el logro de los derechos colectivos, el fortalecimiento del ejercicio de las libertades y garantías individuales.

No es poca cosa. Nos hemos planteado techos jurídicos prácticamente ideales, que implican grandes volúmenes de recursos económicos, humanos e institucionales. Sin embargo, de ahí se desprenden las normas que aspiran a que se logre su conversión a derecho positivo, realizable, creíble, que los ciudadanos sientan en su trabajo, en su hogar, en su familia.

Esta aspiración se enmarca en lo que ahora se llama el rendimiento institucional. La sociedad exige que las instituciones integradas por mecanismos democráticos produzcan resultados. En especial, que logren garantizar cuestiones como el empleo, el ingreso, la seguridad pública, la vivienda, la salud o la educación.

Por fortuna, podemos partir de un hecho que es irreversible: la democracia se ha vuelto un modelo social prevaleciente. De acuerdo con Freedom House, en 1950 sólo se eligieron por la vía del sufragio el 30% de los gobiernos nacionales en el mundo. En el 2000, el porcentaje correspondió al 63%.

A pesar del faltante del 47% de países que aun se gobiernan con mecanismos autoritarios, principalmente en Asia, Arabia y la mayor parte de África, podemos deducir que la democracia es el medio preferido por las sociedades, para organizar su vida política. Sin embargo, esto no significa que la democracia sea permanente, para siempre o indiscutible, es más ni que sea por sí misma suficiente[2].

En México, después de varias reformas políticas, destacando la de 1977, que da forma al pluralismo y la de 1996, que transparenta, eficientiza y ciudadaniza los procesos electorales, hemos alcanzado un estadio en donde los resultados de las elecciones tienen certeza y confiabilidad. Difícilmente alguien cuestiona la credibilidad del resultado de nuestras elecciones. Este es un indudable avance que rompió el conflicto de varias décadas originado por las dudas sobre las elecciones, que conformó una verdadera subcultura del fraude electoral.

Hay que recordar que tanto las elecciones federales, como las estatales y la mayoría de las municipales realizadas hasta principios de los años noventa, se cerraban con violencia, movilizaciones y fuertes denuncias de fraude. Ahora, para bien, esto es diferente. Las elecciones se resuelven de manera diferente, en el peor de los casos en los tribunales, pero ya no “corre la sangre al río”.

No obstante, tenemos que reconocer que, habiendo superado la prueba de la legitimidad electoral, que tiene reflejo en la integración de las instituciones políticas, como resultado de las garantías de expresión de la voluntad popular, la democracia enfrenta nuevos y serios retos para lograr su consolidación y su permanencia en el largo plazo. Incluso esto es cierto a pesar de los problemas de las elecciones presidenciales de 2006, ya que al final se respeto el fallo del tribunal y lo que se discute es la legitimidad de la presencia de los sectores económicos o la posibilidad de usar las políticas sociales para inducir el voto, pero no la manipulación del voto, al menos de manera comprobada.

En eses sentido, la sociedad percibe que la democracia adolece, por lo menos, de tres requisitos para que la respalde con toda confianza. El primero, es el de la transparencia. No es posible tapar el sol con un dedo. La corrupción sigue siendo una constante que pervierte las mejores intenciones de la norma jurídica.

En el más reciente Índice de Percepción de la Corrupción que publicó la organización Transparencia Internacional, México se ubica en el lugar 55 de un grupo de 60 países. El daño a las relaciones sociales y a la gobernabilidad democrática es enorme, sin contar con el alto costo económico que tiene. Se estima que por actos de corrupción comunes, se gastan alrededor de 28 mil millones de pesos al año, insostenible para un país en vías de desarrollo[3].

La segunda cuestión es la del rendimiento, o el logro de resultados, de las instituciones. La ciudadanía percibe que las políticas gubernamentales, incluyendo las reformas legislativas, resultan generalmente insuficientes, cuando no ineficaces. De ahí que exista un amplio movimiento ciudadano e internacional por ponerle al trabajo público indicadores de resultados y de productividad. Desde ese punto de vista, la improductividad resulta una percepción generalizada y una pérdida de confianza en las capacidades de las instituciones para resolver los problemas más importantes de la sociedad. Ahí están los problemas crecientes de desempleo, inseguridad, daño ambiental, falta de servicios en muchas comunidades, confrontando la capacidad de resultados de la administración pública.

Dos ejemplos nos permiten verificar esta lamentable realidad. Por un lado, la encuesta Mitofsky de confianza social, muestra un dato altamente preocupante. De acuerdo con ello, la sociedad califica el trabajo de los políticos por debajo del de los policías. La puntuación para los policías fue de 5 y para los políticos de 4.5. La falta de credibilidad es una sombra muy peligrosa que cada vez cubre más a los políticos y, de paso, a las instituciones.

Por otro lado, el estudio de opinión pública Latinobarómetro, consistente en 20 mil cuestionarios en 19 países, demuestra que el 60% de la población no cree que la democracia pueda resolverle sus problemas.

Más grave aún es el dato de que a 4 de cada 5 latinoamericanos no les importaría ser gobernados por un sistema no democrático, incluso militar, siempre y cuando garantice orden y mejoramiento de las condiciones de vida. Por sí mismo, este dato evidencia la amenaza latente hacia la democracia.

El tercer elemento es el de la calidad de la democracia. Ya somos democráticos, pero eso no nos ha enriquecido. Entre otras razones, el uso indiscriminado de la comunicación electoral por el marketing televisivo, ha hecho que los actores políticos privilegien los slogans, mensajes cortos y la imagen, sobre las propuestas y la discusión de los asuntos públicos. Contra lo esperado, los nuevos procedimientos de la democracia, diría de la videocracia el maestro Sartori[4], empobrecen la cultura política y tienden a minar los valores cívicos que necesita todo sistema democrático.

Existe una clara exigencia de replantear aspectos importantes del sistema democrático. Frecuentemente, los pocos avances, desafortunadamente, ocurren como fruto de la espontaneidad, la presión social o de iniciativas aisladas de actores y partidos. No se trata de una estrategia de cambio político que haya surgido del diálogo, el acuerdo o de una instrumentación compartida, que dé un rumbo, con tiempos y metas específicas.

El proyecto que integra de manera más acabada el contenido de las reformas democráticas es el de la reforma del Estado. Sin embargo, en gran medida por la falta de sensibilidad y liderazgo sólo se ha dado la alternancia en la titularidad del Poder Ejecutivo, pero no se han impulsado reformas sustantivas en la relación entre poderes o las que corresponden a los procesos de negociación y asignación de facultades y recursos entre las entidades que forman el Pacto Federal y las relaciones con la ciudadanía, entre otras.

De esta manera, sólo es posible referirnos a temas aislados, aunque varios de ellos constituyen avances para el fortalecimiento de la democracia. El primero es el del incremento de la capacidad del Poder Legislativo para controlar y fiscalizar a la Administración Pública. Los legisladores aplican, ahora, funciones que antes sólo se identificaban en el papel. Es el caso de las investigaciones sobre la operación de empresas públicas y del otorgamiento de contratos a particulares, que han sacado a flote cadenas de contubernio, uso indebido de la función pública e impunidad galopante al amparo del poder.

El margen del gasto fiscalizable en México es raquítico. Apenas es posible compulsar el 2% del total. Nuestro déficit en materia de transparencia es profundo. La administración ocupa las lagunas jurídicas, la dispersión del ejercicio del gasto, la amplia discrecionalidad de la Ley para realizar transferencias y retransferencias entre partidas, para disponer de los recursos de manera muy distinta a como lo preceptúa el legislador en el Presupuesto de Egresos. De ahí el encuentro interminable de subejercicios, retardo en la entrega de recursos a los estados, ocultamiento de información, etc.

Recientemente se utiliza la formula de crear incontables fondos y fideicomisos para eludir la fiscalización.

Una formula socorrida por la burocracia es la de incurrir en el subejercicio, que han vuelto un instrumento perverso de política económica, sin importar sus consecuencias sociales. Se ha detectado un subejercicio de más de 100 mil millones de pesos para el campo, con la desaparición técnica de programas como el de PROCAMPO, a pesar del claro rezago en la productividad y bienestar de los campesinos.

A pesar del creciente número de acciones de denuncia y de fiscalización, que ya representa un avance cualitativo y cuantitativo del trabajo de los legisladores, tiene que elevarse la meta de la fiscalización. En los países desarrollados se sitúa en el orden del 15%. Gobiernos pasan y sigue igual la administración por “cochinitos”.

El rezago en materia de transparencia nos ancla como un pesado lastre y reduce la capacidad de las instituciones democráticas para ajustarse a la ley y para producir las políticas, bienes y servicios que la sociedad necesita.

La relación entre poderes, por otra parte, es sumamente conflictiva. No existen canales institucionales para empatar la agenda de gobierno y la del Congreso. No hay requisitos claros para facilitar el procesamiento de las iniciativas de reforma constitucional y secundaria, que involucre de manera productiva a los promoventes, los ejecutores y los destinatarios.

Decía Manuel Crescencio Rejón que es vital acotar el poder presidencial y fortalecer el de la representación popular. Finalmente, la institución presidencial es unipersonal, por disposición de la Carta Magna y, tarde o temprano, los intereses y percepciones específicas del individuo que lo detenta, tenderá a alejarse de los intereses generales del Estado y a representar una amenaza contra la semilla de la libertad.

Por ello, una institución parlamentaria que no dialogue, que no reclame, que no evalúe, juzgue y califique favorecería la arbitrariedad en el ejercicio del poder público y del Ejecutivo en particular.

Es clara la relación entre democracia y desarrollo. No nos podemos perder en la eterna discusión de qué es primero, porque esto retardó el alcance de una visión integral de la gobernabilidad, durante las tres últimas décadas del siglo pasado. En efecto, se llegó a postular que la democracia podía esperar, para alcanzar primero el crecimiento económico. También se planteó que primero era la democracia y más tarde el desarrollo, como si la gente de a pie, pudiese dejar para mejores años el ejercicio de sus garantías individuales o su derecho a una vida digna.

Esta cuestión está resuelta, tiene que caminarse de manera paralela y coincidente en los dos ejes, en el de la democracia y en el del desarrollo.

Es claro, no podemos renunciar ni al desarrollo ni a la democracia. Es más, el desarrollo no se puede conseguir sin la política. Necesitamos buenas políticas que produzcan buen desarrollo. Nuestra premisa central es insistir en que tenemos un déficit de buenas políticas o bien un superávit de malas políticas.

Si no asumimos como necesidad esta realidad, jamás podremos explicar porqué, por ejemplo, América Latina no anda bien en materia de crecimiento y desarrollo. Entre 1975 y 2000 el PIB per cápita de América Latina creció al 0.7%, mientras que en los países de la OCDE el promedio anual fue del 2%. Los datos sociales son catastróficos. Según la CEPAL, en 1980 había en América del Sur, 136 millones de pobres y más de 62 millones de indigentes[5].

En 1999, los pobres aumentaron a 212 millones y los indigentes a casi 90 millones. Por eso, en las cumbres iberoamericanas se expresa el azoro de que, a pesar de tantas reformas económicas, legales, administrativas y sociales, la desigualdad Latinoamericana ha pasado de ser un efecto, a una cuestión estructural del sistema económico y social.

México no se diferencia demasiado del conjunto de países de la región. A pesar de logros como la baja inflación, la reducción del déficit fiscal, una mayor disciplina del gasto público o reservas internacionales insospechadas, de más de 60 mil millones de dólares, seguimos sin crecimiento, con altas tasas de desempleo, elevado deterioro salarial, exclusión de indígenas y campesinos, con 500 mil inmigrantes ilegales al año y un sector informal que crece indiscriminadamente, como reflejo de la debilidad de la economía.

El promedio de crecimiento de nuestra economía apenas promedió en seis años el 1%. La competitividad del país pasó, en 5 años, del lugar 30 en 1999, al 55 en el 2005, dentro de la OCDE.

Con estos indicadores, no es difícil imaginar la presión para atender las necesidades de trabajo de millón y medio de jóvenes que se incorporan anualmente al mercado. Impensable lograr, bajo el actual sistema económico, que los jóvenes profesionistas se empleen en las actividades para las que fueron formados. La realidad es la del subempleo y la ocupación en labores totalmente distintas a las de su formación, con el consecuente desencanto e incertidumbre en torno a su futuro.

Es posible que esto explique, en primera instancia, una de las razones del abstencionismo en los procesos electorales.

Luego entonces, indudablemente que una razón profunda de la ampliación de la brecha de desarrollo, se encuentra en la mala gobernabilidad. Las democracias vigentes flotan sobre una profunda desigualdad, diversidad étnica y cultural, mercados muy imperfectos y fragmentados, integrados deficientemente a los mercados globales, sobre culturas civiles y políticas con pocos fundamentos democráticos y plagadas de “demócratas por defecto”.

Las consecuencias se ven en los bajos niveles de cultura de la legalidad, en la subsistencia del clientelismo, que hace del voto no un ejercicio de libertad sino la transacción de una mercancía, el corporativismo, el patrimonialismo o la connivencia ilegítima entre negocios y política. Esto delata una estructura democrática informal, caracterizada por una alta opacidad, que subvierte las reglas democráticas formales y explica porqué el poder conquistado electoralmente, queda en manos de coaliciones que se apropian, literalmente, de las instituciones, retrasando el desarrollo político.

Hemos quedado lejos del encantamiento tecnocrático. Somos conscientes de que ahora, la política importa, y mucho, para el desarrollo. Por eso, necesitamos transformar a la política, para que no reduzca la fuerza institucional del Estado, sino que se comprometa con él, a través de reglas claras, sujetas a la crítica y a la evaluación ciudadana. Una política que recupere su contenido ético. Que al hacerlo revalide a la política como una función socialmente necesaria, quizá la más importante y difícil de todas.

Es necesario salir del menosprecio hacia la política, para repolitizar la sociedad, reencontrarla y poder así reinventar y reformar la política. Sólo así se encontrarán las buenas políticas que requiere el desarrollo social y humano, en concordancia con el espíritu planteado por los grandes pensadores republicanos[6].

Los políticos que niegan y desconocen la realidad, la falsean, producen falsas ilusiones, temores y esperanzas, además de manipular a la sociedad, en el fondo son grandes conservadores del status quo cultural, político, económico y ético. El resultado, un desarrollo volátil y de pobre calidad distributiva. Son hábiles operadores de partidos caudillistas, se manejan en las alcantarillas del financiamiento político, manejan las redes clientelares electorales, asignan caprichosamente los empleos públicos e intermedian con el sector privado leyes, licitaciones o privatizaciones.

La mala gobernabilidad que producen, bloquea el desarrollo y es este tipo de política la que merece el mayor y más enérgico repudio cívico y que ha desprestigiado a la política en su sentido más amplio.

Nuestra democracia requiere de mejores políticos. En primer lugar, que sean patriotas, que no sólo amen al país y al estado que fue, sino al que puede y debe ser. Los buenos políticos no se engañan ni engañan con la realidad. Aún sin claudicar al ideal, tienen proyecto, estrategia, forman equipos y tratan de crear un desarrollo cada vez más institucionalizado y a la luz del día. El buen político no se oculta en la soledad de su oficina y una idea personalista y autócrata del poder.

Captan las anomalías, las amenazas y oportunidades, soportan la presión, crean sistemas de información, proponen metas creíbles, gestionan conflictos y negocian. Transformando la realidad, no sólo se crece, sino se crean mejores instituciones, mejores prácticas políticas, mejores valores, actitudes y capacidades.

Transformando la política, los buenos políticos se transforman a sí mismos y a la sociedad. Ello implicaría construir un nuevo círculo virtuoso de la política, en la que esta le sirve a la comunidad y la comunidad es la verdadera fuente del espíritu público.

Hay que volver, hoy como nunca, los ojos a la verdadera fuente del poder político, al ciudadano, componente definitivo del presente y del futuro de la sociedad.

[1] Para abundar sobre el tema se recomienda Sartori, Giovanni, Teoría de la Democracia, Madrid, Alianza, 1988
[2] Se recomienda consultar Reyes Heroles, Federico, Corrupción: de los ángeles a los índices. Cuadernos de Transparencia, IFAI, México, 2004
[3] Muy interesante el trabajo de Sartori, Giovanni, Homo Videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus, 1998
[4] Para datos sobre la desigualdad social en AL, se recomienda Informe CEPAL. "Distribución del ingreso, pobreza y gasto social en América Latina". Presentación en la primera Conferencia de las Américas, Marzo 6 de 1998.
[5] Vale la pena abundar en el tema teniendo como base a Dahl, Robert. La democracia. Una guía para los ciudadanos, Madrid, Taurus, 1999.

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