martes, 4 de marzo de 2008

EL PAPEL DE LAS OPOSICIONES EN EL PARLAMENTO

Es importante iniciar con una breve definición de lo que podemos entender por oposición, toda vez que con este calificativo se designa frecuentemente a la persona, grupo o partido que simplemente es contestataria, pero está visto que ahora que transitamos en democracias de gobiernos divididos, la oposición tiene el deber de irse construyendo como una alternativa al poder.

Lo anterior significa que, en un sistema donde es posible alternar entre diversas fuerzas políticas la titularidad del poder, la oposición tiene que demostrar ante la ciudadanía que está preparada para acceder al gobierno. Por ello, tiene que asumir una actitud responsable y constructiva, para que la sociedad le pueda dar su voto para arribar al gobierno, especialmente al control de la administración pública.

En este sentido, la historia constitucional de la democracia contemporánea da cuenta de cómo institucionalizar las posiciones encontradas, es decir gobierno y oposición. Por principio, toda oposición no puede renunciar a su propia naturaleza, ni a su objetivo, dejando, lisa y llanamente, gobernar al gobierno. Por el contrario, deberá impedir que haya malgobierno, recurriendo a la imaginación y a la gama de posibilidades para ejercerla, y caracterizándose por ser siempre crítica, en momentos dura o flexible, constructiva o intransigente, conciliadora y propositiva, sin esperar además, del gobierno, directrices de cómo debe ser o actuar. Todo lo contrario, deberá contender con el gobierno las reglas de su actividad y las políticas, siendo crítica de sus contenidos pero postuladora de alternativas y conciliadora cuando sea procedente.

La actuación de la oposición radica en tomarle la medida –el pulso- al gobierno, para plantear acciones concretas, en medio de una confrontación crítica, con miras a decantar propuestas posibles. Ha sido una constante el proceso de reconocimiento que los sistemas políticos hacen de la oposición, como un factor clave para su funcionamiento y legitimación. Aquellos que lo hacen dejan de ser autoritarios y se convierten en verdaderas democracias. Las cuales, para su desarrollo, requieren una sólida afirmación en la concepción y procedimientos en torno a varios sentidos: el acceso al gobierno, la garantía de la oposición y de los correspondientes espacios extrainstitucionales para la libre expresión socio-cultural.
Una vez garantizado el cabal ejercicio de la acción de la oposición, esta cumpliría las siguientes funciones o atribuciones:

a. Formular políticamente las demandas sociales, económicas, políticas y culturales que no hayan sido tenidas en cuenta por el gobierno.
b. Fiscalización, corrección y denuncia de las acciones improcedentes, de la administración o por la mayoría.
c. Presentar alternativas políticas materializadas en programas y candidaturas.
d. Exhortar al electorado a la comprobación de cuál ha de ser la alternativa legítima y posible, buscando que aquel la determine o aprecie como la opción políticamente deseable.
e. Pedagogización del debate político público, mediante la incentivación de la participación ciudadana, con miras a elevar la cultura política.

En el devenir histórico de occidente se entrecruzan dos tendencias en cuanto a la manifestación de la libertad. En primer lugar cuando ésta se presenta como “resistencia” al poder, como una actitud volitiva de posicionarse en contra del mismo, sin mediar interferencia alguna; y en segundo plano, libertad entendida como “participación”, esto es, con capacidad posible o exitosa de influir en la toma de decisiones políticas. Esta dualidad de la libertad está condicionada, necesariamente, de acuerdo con el desarrollo axiológico del proyecto estatal en sus diferentes modelos, con sus matices en torno a las libertades y derechos.

Por estas consideraciones, es claro que la responsabilidad de la oposición en la actual legislatura es elevada e implica un ejercicio de creatividad y negociación permanente. Decía el politólogo David Bell que la formación de consensos es diaria, en virtud de que las mayorías son variables. Las mayorías que determinan una elección pueden ser minorías en cualquier momento por su posición en algún tema nacional o porque una parte de ellas coincide con otras en el tratamiento que debe darse a algún asunto público. Este es el fenómeno de la opinión pública y para posicionarse frente a ella debe haber un diálogo cotidiano y acuerdos dentro del órgano que representa la pluralidad, que es el Congreso.

Aunque los números son relativos, ustedes saben que de los 128 senadores de la Cámara Alta, el PAN tiene 52, el PRI 33, el PRD 26 y los demás partidos suman 17. En el Senado el PRI es segunda fuerza.

Por cuanto a la Cámara de Diputados, el PAN tiene 206, el PRD 127, el PRI 106, el PVEM 17, Convergencia 17, el PT 12, Nueva Alianza 9, Alternativa 5 más 1 Independiente. Aquí e PRI es tercera fuerza.

No obstante estas cifras, de acuerdo a lo comentado al inicio de esta plática, el PRI tiene una composición superior en calidad, con parlamentarios con experiencia legislativa y administrativa, por lo que en muchos asuntos es la vanguardia. Esto permite que la desventaja numérica sea suplida con una ventaja cualitativa.

Más que un partido “bisagra”, el PRI es un partido que juega un papel fundamental para determinar muchas de las votaciones y para orientar un equilibrio entre los polos que hay en la Cámara, siempre en función de valores sociales, que permitan garantizar que las políticas públicas y las leyes tengan como destinatario principal a la sociedad.

Hasta ahora, los resultados son buenos, nuestra fracción esta impulsando reformas importantes y de esta manera contribuimos a una nueva gobernabilidad.

Los valores del pluralismo, la participación, la representatividad plena, las decisiones políticas reflexivas y participativas, la solidaridad, la equidad, la ética, la responsabilidad, la eficacia, forman parte de la propuesta de gobernabilidad del PRI, que ya forman parte del discurso y el pensamiento político más extendido.
La gobernabilidad implica negociación y consenso. El grado de gobernabilidad va a estar sobre todo en función del mayor o menor acuerdo que logran los actores políticos, y de la amplitud de la representatividad alcanzada en él. Como podemos apreciar, la gobernabilidad está muy lejana del concepto de autoridad propio del Estado clásico.

La estrategia del fortalecimiento de nuestra democracia y de una nueva gobernabilidad debe apoyarse en la recuperación de coordenadas elementales como:
Ø La sociedad civil,
Ø La reforma política y del Estado,
Ø La gobernabilidad local,
Ø La reducción de la pobreza.

Nuestra primera responsabilidad es lograr que se supere el amplio déficit en materia de aplicación de los contenidos del derecho. Basta un botón de muestra. Leamos con cuidado la redacción del artículo 3º constitucional y nos daremos cuenta de que concebimos que el derecho considera a la democracia como el mecanismo superior por excelencia, para alcanzar un conjunto de anhelos y símbolos heterogéneos, que sólo la democracia puede integrar en una sola perspectiva.

La sociedad exige que las instituciones integradas por mecanismos democráticos produzcan resultados. En especial, que logren garantizar cuestiones como el empleo, el ingreso, la seguridad pública, la vivienda, la salud o la educación.

La sociedad percibe que la democracia adolece, por lo menos, de tres requisitos para que la respalde con toda confianza. El primero, es el de la transparencia. La corrupción sigue siendo una constante que pervierte las mejores intenciones de la norma jurídica. Ustedes conocen que en el Índice de Percepción de la Corrupción que publicó este año la organización Transparencia Internacional, México se ubica en el lugar 55 de un grupo de 60 países. El daño a las relaciones sociales y a la gobernabilidad democrática es enorme, sin contar con el alto costo económico que tiene. Se estima que por actos de corrupción comunes, se gastan alrededor de 28 mil millones de dólares al año, insostenible para un país en vías de desarrollo.

La segunda cuestión es la del rendimiento institucional. La ciudadanía percibe que las políticas gubernamentales, incluyendo las reformas legislativas, resultan insuficientes, cuando no ineficaces. De ahí que exista un amplio movimiento ciudadano e internacional por ponerle al trabajo público indicadores de resultados y de productividad. Desde ese punto de vista, la improductividad resulta una percepción generalizada y una pérdida de confianza en las capacidades de las instituciones para resolver los problemas más importantes de la sociedad.

Dos ejemplos nos permiten verificar esta lamentable realidad. Por un lado, la encuesta Mitofsky de confianza social, realizada el año anterior, mostró un dato altamente preocupante. De acuerdo con ello, la sociedad califica el trabajo de los políticos por debajo del de la policía. La puntuación para los policías fue de 5 y para los políticos de 4.5.

Por otro lado, el estudio de opinión pública Latinobarómetro, consistente en 20 mil cuestionarios en 19 países, demuestra que el 60% de la población no cree que la democracia pueda resolverle sus problemas.

Más grave aún es el dato de que a 4 de cada 5 latinoamericanos no les importaría ser gobernados por un sistema no democrático, incluso militar, siempre y cuando garantice orden y mejoramiento de las condiciones de vida. Por sí mismo, este dato evidencia la amenaza latente hacia la democracia.

El tercer elemento es el de la calidad de la democracia. Ya somos democráticos, pero eso no nos ha enriquecido. Entre otras razones, el uso indiscriminado de la comunicación electoral por el marketing televisivo, ha hecho que los actores políticos privilegien los slogans, mensajes cortos y la imagen, sobre las propuestas y la discusión de los asuntos públicos. Contra lo esperado, los nuevos procedimientos de la democracia, diría de la videocracia el maestro Sartori, empobrece la cultura política y tiende a minar los valores cívicos que necesita todo sistema democrático.

Necesitamos una nueva relación entre gobierno y oposición. Sin embargo, es una necesidad que carece de nuevas reglas. Por eso hemos impulsado el proyecto de la reforma del Estado que permita modificar el régimen político, el régimen electoral y las formas de participación ciudadana. Esperemos que ello permita operar la actual relación entre poderes, que es sumamente conflictiva. No existen canales institucionales para empatar la agenda de gobierno y la del Congreso. No hay requisitos claros para facilitar el procesamiento de las iniciativas de reforma constitucional y secundaria, que involucre de manera productiva a los promoventes, los ejecutores y los destinatarios.

Decía Manuel Crescencio Rejón que es vital acotar el poder presidencial y fortalecer el de la representación popular. Finalmente, la institución presidencial es unipersonal, por disposición de la Carta Magna y, tarde o temprano, los intereses y percepciones específicas del individuo que lo detenta, tendera a alejarse de los intereses generales del Estado y a representar una amenaza contra la semilla de la libertad.
Por ello, una institución parlamentaria que no dialogue, que no reclame, que no evalúe, juzgue y califique favorecería la arbitrariedad en el ejercicio del poder público y del Ejecutivo en particular.

Ahora, en las Cámaras concurren todos los actores, plantean sus requerimientos y negocian con órganos colegiados, no unipersonales. Ponen en la mesa de discusión consideraciones sociales y políticas, no meros cuadros estadísticos ni ejercicios de econometría de los técnicos hacendarios que, sin haber recibido un solo voto, determinaban, peso a peso, el gasto público.

Es tiempo de hacer verdadera política en el Congreso, la política que acerca y que resuelve. El papel como oposición no es otorgar un cheque en blanco al gobierno, ser paleros como se dice en la jerga popular, sino promover iniciativas y alternativas a los problemas nacionales, regionales o locales del país para que la sociedad perciba que se puede ser alternativa de gobierno.

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