martes, 4 de marzo de 2008

Retos de la democracia para subsistir en el siglo XXI

Los cambios que trae consigo la transformación del mundo, también implican una revolución en torno a la manera como vemos y planteamos, desde la práctica y la ciencia, soluciones a la creciente complejidad de los fenómenos sociales y humanos. El mundo dejó de ser una carrera entre dos polos, al amparo de dos propuestas de formas de Estado, bajo concepciones clasistas y percepciones nacionalistas. La razón económica como fundamento de la comprensión de la historia, ha tenido también que compartir su espacio con elementos urbanos, religiosos y culturales, entre otros, que nos acercan mejor a las nuevas realidades y nos deben preparar para encontrar respuestas más acertadas al amparo de la política, de la verdadera política. De una política que pueda mover a las sociedades, manteniendo las bases esenciales de la convivencia pacífica, el contrato social y dando un sentido renovado a las instituciones para la igualdad, la democracia y el desarrollo.
Este es el campo de la nueva gobernabilidad, que vislumbramos desde el ejercicio práctico y desde la construcción teórica, para esta nueva sociedad. De ello se ocupan personajes como Dieter Nohlen, Giovanni Sartori, Robert Putnam, Norberto Bobbio, Crozier, Peters, etc., cambiando diametralmente nuestras concepciones del mundo.
Por ello, cuando repensamos las instituciones que el mundo se está dando, en materia de democracia electoral, de representación política, de empoderamiento comunitario o de seguridad global, encontramos detrás de ello ideas de muchos pensadores e investigadores, aunque también, y sobre todo, el creciente empuje social para la transformación. Tengamos en cuenta que hasta el año 2000 se eligieron por la vía del voto el 60% de los gobiernos del mundo. En 1950 eran solo el 33%. Es un salto democrático de grandes dimensiones y que abre esperanzas a formas superiores de convivencia humana.
Hace dos siglos, Emmanuel Kant expuso que la manera más efectiva de evitar el conflicto armado entre estados y garantizar una paz perpetua en el mundo era el establecimiento de "Repúblicas": regímenes donde los líderes políticos están sometidos al escrutinio público. El argumento de Kant se basa en la idea de que bajo este tipo de sistemas políticos, la población actúa como un elemento de prudencia y de moderación, ya que son los ciudadanos de a pie (y no las elites) quienes afrontan de manera directa los costos de la guerra.
Por ese componente, las democracias son un sistema que dispone de elementos que le permiten una mayor adaptación a los cambios. Un sistema democrático cuenta con instrumentos que regulan la sucesión en el poder, favoreciendo la estabilidad política.
Contiene también elementos que contribuyen a reducir la concentración de poder, a minimizar el margen de arbitrariedad en su ejercicio y a promover formas de participación pacífica como alternativas a la violencia, como motor de cambio en la sociedad.
Es sobre estas particularidades del sistema democrático donde se fundamenta su validez como elemento clave en la prevención de conflictos radicales, que estancan el desarrollo y la gobernabilidad. Por ello, si bien es cierto que la democracia no ha acabado con toda forma de violencia, también hay que reconocer que, comparativamente, el sistema democrático dispone de los mecanismos más adecuados para conseguir una paz estable dentro de la sociedad y entre los estados.
Desde este concepto, podemos entender a la gobernabilidad como el proceso por el que los diversos grupos integrantes de una sociedad ejercen el poder y la autoridad, de tal modo que al
hacerlo, influencian políticas y toman decisiones relativas tanto a la vida pública como al desarrollo económico y social. Estas últimas implican una relación individual con el Estado, la estructuración de los órganos del Estado, la producción y la gestión de los recursos para las generaciones actuales y venideras, así como la orientación de las relaciones entre los Estados.
En tanto que la gobernabilidad es una noción más amplia que la de potestad pública, cuyos principales elementos son la Constitución, el parlamento, el poder ejecutivo y el poder legislativo, supone una integración entre las instituciones concebidas formalmente y las organizaciones de la sociedad civil. Los valores culturales y las normas sociales existentes, así como las tradiciones o las estructuras sociales, son variables esenciales que influyen en este proceso de interacción.
La gobernabilidad no tiene ninguna connotación normativa automática. Sin embargo, dado que existe en la actualidad una preocupación internacional sobre la gobernabilidad, en tanto que factor de influencia sobre el desarrollo humano, será útil intentar señalar algunos criterios básicos que permitan evaluar la gobernabilidad en un contexto concreto. Estos criterios podrían ser: el grado de legitimidad, la representatividad, la responsabilidad ante el público y la eficacia institucional, así como el grado en el que el contexto en el que actúa la gobernabilidad se ve influenciado por la gestión pública.
La gobernabilidad supone un modo de ejercer el poder en la gestión de los recursos económicos y sociales de un país, en particular desde la perspectiva del desarrollo. Ello implica además, la existencia de unos indicadores de comparación entre los que destacan los del grado o alcance de la transparencia y de la responsabilidad en materia de gestión publica.
La gobernabilidad permite, además, una reafirmación de la perspectiva política y de su reorientación y actualización frente a la visión puramente monetarista, eficientista e individualista en la gestión publica. Los valores del pluralismo, la participación, la representatividad plena, las decisiones políticas reflexivas y participativas, la solidaridad, la equidad, la ética, la responsabilidad, la eficacia, forman parte de la propuesta de gobernabilidad, que ya forman parte del discurso y el pensamiento político más extendido.
Por otro lado, la gobernabilidad implica negociación y consenso. El grado de gobernabilidad va a estar sobre todo en función del mayor o menor acuerdo que logran los actores políticos, y de la amplitud de la representatividad alcanzada en él. Como podemos apreciar, la gobernabilidad está muy lejana del concepto de autoridad propio del Estado clásico.
Luego entonces, la buena gobernabilidad implicará que el gobierno actúe sobre la base de al menos cuatro principios:
La percepción de la legitimidad
La importancia central del papel de los ciudadanos
La visión de un proyecto sobre la sociedad en la que actúa
La adaptación de la gestión publica
La estrategia del fortalecimiento de nuestra democracia y de una nueva gobernabilidad debe apoyarse en la recuperación de coordenadas elementales como:
Ø La sociedad civil,
Ø La reforma política,
Ø La gobernabilidad local,
Ø La reducción de la pobreza.
Debe ligarse la ética a la nueva gobernabilidad. La ética y la miseria, la ética y el desarrollo, la ética y la dependencia. He allí tres temas clave para nuestros países en su relación con el primer mundo y sus posibilidades ciertas de despegar del subdesarrollo y de alcanzar, alguna vez, un nivel de vida en el que todos los habitantes satisfagan sus necesidades básicas, por lo menos. Si bien éticamente es inaceptable la miseria y se avanza en el respeto profundo de la dignidad del pobre, no es menos cierto que las relaciones económicas entre los diferentes países del mundo no se han dado en condiciones de equidad y de justicia, como para garantizar un proceso de reducción paulatino de la pobreza.
El tratamiento dado al problema de la deuda externa de los pueblos latinoamericanos, cuyo peso negativo se hace sentir cada vez más sobre las ya depauperadas condiciones de vida de sus habitantes, es un ejemplo que no requiere mayor explicación y que constituye una bofetada a quienes pretenden abordar la comprensión y la solución del problema desde el punto de vista ético.
El estudio de estos temas descubre sus variados aspectos, así como las contradicciones inherentes a los mismos, todo ello fuente primaria para la reflexión y el estudio, para la comprensión de esta nueva aproximación a los problemas, para la discusión y la confrontación, así como para el establecimiento de acuerdos y conclusiones válidos, que realmente ayuden a iniciar un proceso continuo hacia el logro de la equidad y la justicia.
Sociedades como la nuestra, todavía muy joven como nación, sin la madurez plena de sus instituciones, preñada de ingentes necesidades insatisfechas, que pueden conspirar contra la estabilidad; con niveles educativos bajos, que dificultan el ejercicio pleno de la democracia y la profundización de la participación ciudadana, son particularmente difíciles de permear con relación a la incorporación de valores éticos en su funcionamiento diario, a pesar de la gran necesidad que existe de ellos.
A lo anterior, se une la convicción que tiene la mayoría de las personas de que la honestidad es una virtud muy escasa entre los administradores públicos, entre otras cosas porque se supone que la función pública prácticamente arrastra, a todo el que a ella se dedique, a recorrer el muy beneficioso e impune camino de la corrupción. Ello a pesar de la indudable presencia de muchos buenos y honestos servidores públicos.
Se ha llegado incluso a decir que quien no se enriquece en esta actividad es porque no tiene ni siquiera esa habilidad. Ésta es otra de las consideraciones que habitualmente se hacen de la función pública: no se requiere preparación de ningún tipo para asumirla y como extensión de esta convicción es lógico que tampoco se requiera de valores éticos especiales para su ejercicio.
Se produce además en nuestros países algo similar a lo que también se observa en latitudes más afortunadas desde el punto de vista de su desarrollo humano y es la existencia de una separación entre el discurso y la práctica, la cual es más que evidente en los altos representantes del mundo de la economía, las finanzas, el Estado, el comercio, la gerencia privada y las capas sociales más favorecidas.
En ese sentido, los partidos políticos no pasan en el mundo de hoy por su mejor momento. La desafección popular es particularmente elevada. Son, con el Congreso que es su espacio institucional por excelencia, las instituciones políticas que merecen menor credibilidad. Y se lo han ganado porfiadamente, con tesón, a pulso... Los diagnósticos que se hacen en los distintos países -normalmente realizados sobre la base de encuestas y entrevistas- muestran una gran coincidencia de síntomas: caudillismos personalistas, subordinación de los intereses de la gente a los de los líderes y cuadros partidistas, bajísima institucionalización, escasa democracia interna, prácticas electorales clientelistas, falta de capacidad programática, insensibilización al sufrimiento de la gente, falta de disciplina parlamentaria, patrimonialización de la Administración Pública, prebendalismo, financiamiento dudoso, fragmentación territorial, etc.
El desarrollo requiere una nueva ética, credibilidad, congruencia y eso pasa por nuevas mentalidades, partidos renovados e instituciones reformadas. La credibilidad y la confianza también son capital, aunque intangible, indispensable para un nuevo modelo de desarrollo. A México le urgen fuertes dosis de transparencia, honestidad y confianza en las instituciones. De otra manera, la democracia estará siempre en riesgo, o peor aún, secuestrada por unos cuantos intereses.

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